jueves, 27 de diciembre de 2012

Steve Jobs. Paradigma de nuestra civilización



Queridos lectores,

Cuando vemos imágenes como la que encabeza este artículo solo cabe afirmar con Cornelius Castoriadis que “el problema de la condición contemporánea de nuestra civilización moderna es que ha dejado de ponerse a sí misma en tela de juicio”

Steve Jobs no fue una persona corriente, parece condensar todo lo bueno y lo malo en estado puro, pero como en una moneda, pocas personas son capaces de ver ambas cosas a la vez, así que es odiado y adorado en grandes proporciones. Era tan solo un individuo, pero es también un símbolo, es por tanto un paradigma de nuestra civilización.

Empecemos con las presuntas virtudes que justifican la adoración de sus seguidores e imágenes como la que nos ofrece “The Economist”. Jobs fue lo que se conoce como un “emprendedor”, ¿por qué ahora se dice “emprendedor” y no “empresario”? ¿Son distintos? No, es exactamente el mismo concepto. La palabra “emprendedor” trata de resaltar virtudes que nos hagan culturalmente más aceptable la proporción de la producción que estos emprendedores consiguen.

El primero que otorgó al entonces llamado empresario una importancia primordial dentro de la dinámica capitalista, aunque hoy en día pueda sorprender por lo tardío, fue Joseph Schumpeter, en 1934. Para el economista austriaco el empresario desempeña un papel clave como motor del desarrollo económico, puesto que es quien aporta la innovación y el cambio tecnológico que hacen avanzar los negocios. Esta innovación suele tomar la forma de nuevos productos, nuevas formas de organización o la búsqueda/creación de nuevos potenciales clientes.

Jobs, o Apple, destacaron de manera prominente en cada una de las cuestiones que cita Schumpeter, en particular unieron la creación de nuevos productos con la búsqueda de nuevos clientes, aunque también realizaron aportaciones relevantes en cuanto a las formas de organización.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Cataluña, Escocia, Quebec: La globalización de las fronteras



Queridos lectores,

¿Alguna vez os habéis planteado que la frontera es una de las instituciones más importantes de nuestro mundo? Estar o nacer a un lado u otro, quizás separado por tan solo unas centenas de metros, puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte, la riqueza y la pobreza, el éxito o el fracaso.

Nada de esto parece inferirse de la fisonomía del tranquilo pueblo catalán de Portbou, el último pueblo costero antes de la frontera entre España y Francia, salvo quizás unos paneles situados a unas decenas de metros de la imaginaria línea que separa los dos territorios.



Si la importancia de los lugares se midiese por los restos humanos que acogen, esta frontera de Portbou sería sin duda importante. Por aquí pasó el poeta español Antonio Machado para morir unos pocos kilómetros más allá en el pueblo francés de Colliure, donde se encuentra su tumba, convertida en un símbolo de la memoria histórica.



Exactamente en Portbou y más o menos por la misma fecha, también encontró su destino final el pensador y filósofo alemán –judío, pero alemán- Walter Banjamin. Resulta tremendamente revelador que poco tiempo antes Benjamin había escrito una crítica tremendamente certera, a la vez que lírica y emotiva, de la idea de progreso. Una alegoría sobre “El ángel de la historia”

Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. Representa un ángel que parece a punto de alejarse de algo a lo que mira atónito. Tiene los ojos desorbitados, la  boca abierta y las alas extendidas. El Ángel de la Historia debe de ser parecido. Ha vuelto su  rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de acaecimientos él ve una única catástrofe que acumula sin cesar ruinas y más ruinas y se las vuelca a los pies. Querría demorarse, despertar a los muertos y componer el destrozo. Pero del Paraíso sopla un vendaval que se le ha enredado en las alas y es tan fuerte que el Ángel no puede ya  cerrarlas. El vendaval le empuja imparable hacia el futuro al que él vuelve la espalda, mientras el cúmulo de ruinas ante él crece hacia el cielo. Ese vendaval es lo que nosotros llamamos progreso. [1]